Estas fueron parte de las breves palabras que el párroco de la Divina Pastora, D. Luis Palomino Millán, dedicó a José Ponce Guerrero en la misa previa a su entierro, el pasado 29 de abril.

No necesitó más el sacerdote, porque con esos certeros adjetivos definió de forma excelente la personalidad del amigo al que dábamos la última y dolorosa despedida: “Un hombre sencillo, bueno…”

¿Saben ustedes lo extremadamente difícil que resulta encontrar hoy día tales cualidades, la sencillez y la bondad?

Rodeados de todo lo contrario, es decir, de los codazos por alcanzar protagonismo, del egocentrismo que, a veces, alcanza los limites de la ridiculez, de la soberbia y, también, de las malas entrañas, del veneno destilado por personas que no reparan en el mal que ocasionan con sus palabras, con sus actitudes, con su falta de amor al prójimo…, rodeados de todo eso, decía, compartir toda una vida de amistad y hermandad con un hombre sencillo y bueno resulta una bendición de Dios.

Oír aquellas palabras en boca del sacerdote nos invitó a la inmediata reflexión, algo así como si se hubiera accionado un resorte en nuestra ánima que, efectivamente, nos reafirmó en los sentimientos hacia Pepe Ponce y, en sólo cuatro vocablos, “un hombre sencillo, bueno”, nos hizo apreciar con clarividencia aquello que sabíamos de toda la vida pero que, en esos momentos, era proclamado hasta la plenitud del convencimiento.

Pepe mostró y practicó esas cualidades en su vida profesional -íntimamente ligada a mitigar el sufrimiento de los demás- en su vida familiar, en el trato con sus amigos y, desde luego, en su ejercicio como cofrade y hermano mayor de nuestra hermandad de la Misericordia. No fue hombre partidario de alharacas ni de presumir de nada. Se daba la circunstancia de que, cada noche de Martes Santo, acudía a la iglesia de la Pastora para colocarle las potencias a Jesús de la Misericordia -donadas por él hace muchos años- en un momento íntimo, a puerta cerrada y rodeado por su familia y unos pocos miembros de la Junta; algo tan sencillo y a la vez tan hermoso como eso era lo que, de verdad, lo hacía feliz. Este año ni tan siquiera se pudo incorporar de la silla de ruedas que lo trasladaba y, desde ella, fue entregando a sus hijos cada una de las potencias para que ellos las fueran colocando en la venerada cabeza de la imagen de Nuestro Señor.

Que goce de la paz que se ganó a pulso durante toda su vida y que desde el pasado 29 de abril, que fue natalicio para el cielo, comparta la presencia del Jesús de sus devociones.

José Carlos Fernández Moreno

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